jueves, 24 de junio de 2010

Glosa de Joan Surroca

…¿Cuántos años tendrá este chico que ha corrido como un bólido al encuentro de una mujer? Por sus barbas no parece ser tan joven, ni tampoco parece serlo la chica que nos trajo. ¿Cuál es el secreto?

La carrera se realizó en un momento álgido de la conversación que manteníamos. Él se llamaba cobarde, aunque decía preferir la muerte al pecado. Ninguna de sus aseveraciones parecía guardar alguna relación coherente con la carrera emprendida. El camino empedrado y húmedo podía haberlo hecho resbalar y morir. ¿Calculó los riesgos? ¿Pensó que podría costarle la vida entregarse al inesperado instinto de encontrarse con aquella mujer? ¿Prefirió dejarse llevar por el pecado de la tentación inusitada que el encuentro le ofrecía? Imagino que no pensó nada. No obstante, un poco antes de este suceso, me aseguró que estaba lleno de dudas, aún cuando era absoluto en la posesión sobre unas cuantas certezas. Olvidé la conversación interrumpida mientras miraba con gran gozo cómo el chico desaparecía por las calles estrechas.

Al cabo de unos minutos llegaban los dos, él y ella, firmemente juntos y con la mayor algarabía infantil. A mí también me hicieron retroceder en mis años. Entonces las palabras pasaron la prueba definitiva.

Se iluminaron otras verdades, enseñoreándose la más importante: la de la paz. Estos dos chicos llamados Joan y Anna María desbordaban amor por todas partes. Y aunque él no escondió las barbas, ya éstas poseían otro aspecto: el de la sabiduría. Es posible entregarse completo a la carrera, sin percatarse de los riesgos, cuando lo que nos aguijonea está por encima del pecado o de la muerte. El valor, el miedo, la transgresión y el final constituyen partes de una sola concepción, la de la vida, y ésta, naturalmente, no tiene una clasificación absoluta que limite la provocación de llevarla encendida de pasión.

Si hubiera sido por mí habría agarrado a este chico por las barbas y todavía estaría jugando con ellas, pero, recordándome de mi viejo padre catalán, a quien no le agradaba para nada que lo tocasen, ni siquiera su hijo, decidí limitarme a preguntarle cuántos años tenía. Él, como es lógico en este pueblo de Torroella de Montgrí, empezó a reír y, con una especie de juego de palabras muy astuto, me confesó finalmente que ya lo tenía todo dispuesto en un preciso testamento: “he sido un hombre tranquilo conmigo mismo y éste es todo el secreto”.

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