sábado, 13 de junio de 2009

IV- La Resistencia Cubana, un secreto aún por descifrar (Conferencia en la Universidad de Girona)

IV

“Madagascar”, una sola palabra para entrar en una pesadilla. ¿Cómo salir de ella en un mundo globalizado? ¿Globalizando la pesadilla? Es evidente que la única forma reside en globalizar la salida.

A principios de la última década del siglo XIX, durante el proceso de preparación de “la guerra necesaria” por la independencia cubana, uno de los luchadores de la heroica contienda anterior (1868-1878), Ramón Roa, escribió “A pie y descalzo”, un valioso testimonio sobre las calamidades vividas por las familias y combatientes que participaron de aquella épica. José Martí, el gran organizador de la nueva batalla, estimó que el libro era inoportuno, criticándolo severamente, pues podía desalentar la combatividad que él y otros independentistas estaban levantando. Martí concedía una gran importancia a la Historia que se escribe y gustaba de destacar que ésta nunca se separa de la coyuntura en que se vive. Algo bien difícil para un escritor. De hecho las críticas al libro fueron refutadas por el historiador Enrique Collazo y otros revolucionarios cubanos. Martí aclaró sus criterios y el suceso no tuvo mayor trascendencia. En algún momento escribió: “Me horrorizan las obras que entristecen y acobardan”. Tal vez el hilo sutil que va del fiel reflejo de la realidad a través del Arte y la certera visión del artista para proyectar su obra hacia la esperanza –porque no cabe otra alternativa entre los que luchan-, sea el más duro escollo que deben vencer los que quieran reflejar el tiempo vivido.

Hace unas semanas decía el escritor catalán Juan Marsé: “Creo que toda obra ajusta cuentas con la realidad, en lo que hay en ella de aparente, enmascarado y engañoso. Uno escribe porque no acaba de estar conforme con el mundo tal como se le ofrece, ni con la sociedad en la que vive, ni consigo mismo. La novela nace del desfase entre la apariencia y la realidad, según nos enseñó Cervantes con las andanzas de Don Quijote.” Podríamos deducir que cualquier hecho, hasta los más alejados de la expresión literaria, estarán marcados por esta impronta de ajuste y esperanza y sólo dependerá de la inteligencia o el talento de las personas el que la expresión de su autenticidad pueda aprehender los espacios invisibles de la realidad en todo lo que tiene ésta para encaminarse buenamente hacia el futuro. Es notable el ejemplo de Honorato de Balzac que, siendo incluso un gran admirador de la aristocracia, contribuyó con su obra gigantesca a que la sociedad se viera a sí misma y que ésta se dirigiera al futuro mediante el análisis más despiadado de la realidad de su tiempo.

Si “A pie y descalzo” se publicó en Cuba a fines del siglo XIX, con las correspondientes contradicciones generadas y su magistral solución, pasada una centuria se repite algo parecido con la película “Madagascar”, filmada en la isla por realizadores, técnicos e intérpretes entregados al movimiento revolucionario de 1959. El Arte, otra vez, le seguía los pasos a la realidad. No era algo nuevo en el actual proceso histórico. Diversos dirigentes políticos y culturales se enfrentaron, a veces con una arrogancia y un desprecio realmente intolerables, a numerosas obras artísticas y literarias que reflejaban las complejas transformaciones que ha vivido el país. El conflicto más conocido fue el que pasaron el libro de poesía “Fuera del juego”, de Heberto Padilla, y la pieza teatral “Los siete contra Tebas”, de Antón Arrufat, a fines de los años 60. Sin llegar al dramatismo anterior sucedió algo similar con el film “Alicia en el pueblo de Maravillas”, de Daniel Díaz Torres, a principios de los años 90.

Se trataba de algo casi natural en una realidad que se estaba inventando día tras día. Ahora todo es más complejo. Al iniciarse la última década del siglo pasado todo se ha tornado más grave para Cuba. Un periodo de 20 años bajo el más brutal estrangulamiento que ha caído sobre ella. Súbitamente un país, donde la mayor parte de su pueblo había recibido la máxima educación social y cultural, junto a un decoroso desenvolvimiento material, se veía privado casi totalmente de este último por el derrumbe del campo socialista europeo, con el que el gobierno poseía el más alto intercambio comercial y que le facilitaba escaparse, en gran medida, de las penurias producidas por el bloqueo norteamericano. En un instante la isla perdió su mayor aprovisionamiento económico. Hubo, y la hay, una crisis espiritual, pero no está demás apuntar que las circunstancias que debían enfrentarse podrían provocar un desgaste moral en cualquier lugar que se viera, repentinamente, abocado a vivir una situación material tan dramática. En la modernidad de cualquier país occidental desarrollado pasaría lo mismo, o peor, porque el individualismo, baluarte capitalista, no tuvo ni tiene aún su reino en la isla.

Tal vez, a pesar de la compleja intervención de Fidel Castro al inicio del triunfo revolucionario y las muchas torpezas de aquellos que debían implementarla, a partir de las célebres “Palabras a los intelectuales”, sea la Revolución Cubana, que muchas veces ha favorecido, pagado y promocionado la crítica a la lucha transformadora, la concepción política que con mayor audacia ha practicado una nueva relación entre las expresiones artísticas y literarias y el poder gubernamental.

“Madagascar”, en contra de una más que justificada censura en el país y aún constituyendo uno de los testimonios más desgarradores de la situación, se instala en esa corriente de crítica desde la esperanza que la Revolución siempre ha posibilitado, a pesar de los verdugos internos. La película aborda la convulsa realidad cubana de los años 90, el momento en que el gobierno se vio obligado a decretar un “Período Especial en tiempos de Paz”, algo realmente terrible dentro de las ya largas vicisitudes materiales del pueblo. Y fue exhibida en la isla casi al momento sin apenas contradicciones. La pantalla cinematográfica se convirtió en una reflexión directa de lo que sucedía fuera de las salas de proyección. ¿Qué habían hecho los que instauraron el mal llamado socialismo real? ¿Qué efectos estaban irradiando hacia una izquierda mundial ya de por sí algo edulcorada por aceptar, sin el debido análisis y sacrificio, los bienes que le proporcionaba el capitalismo? ¿Qué infiernos de incertidumbres podían abatirse sobre los cubanos? La paralización del país parecía inminente. Como si los ojos benditos de los que luchaban a pie de obra hubieran quedado vacíos. El Socialismo en la isla era mucho menos que la fecha en que se hundiría en el océano. Y no sucedió. El Arte y la vida se daban la mano para estrechar aún más sus posibilidades de compartir la esperanza.

Cuba se mantuvo y, aún sin haber superado completamente aquella etapa, se mantiene, a pesar de las trabas que su propio sistema le ha creado. Ya es innegable que todo gobierno totalitario impide la contribución masiva y popular, produciendo unos bloqueos internos que daña todas las estructuras participativas en la sociedad y alimenta la hostilidad de los asedios externos. Como si en la propia casa se albergara al enemigo, haciendo crecer la desconfianza e implantando un voluntarismo que termina por adocenar y hasta convertir en cómplices del miedo a gran parte de la población. Cualquier cambio es visto como una amenaza más. Un pequeño dirigente puede volverse un sátrapa. Entonces, liberarse de tan obstinadas condiciones se convierte en el mayor objetivo de la lucha, al menos para aquellos que continúan pensando que la Revolución es posible. Todos se hacen daño. Por eso aquellos tiempos y esta película están ahí como una profunda advertencia o un secreto aún por descifrar. Algo decisivo para la marcha de la Revolución.

Sólo será posible avizorar el futuro sentando al pasado en el más preciso presente. En aquellos despiadados años 90 el país y sus gentes entraron a un túnel demasiado oscuro. Allí el sueño y el despertar se constituyeron en una misma cosa: una horrenda pesadilla. No se podía dormir ni estar despierto. ¿Dónde entonces se existiría? Muchos llegaron a pensar que quizás hubiera algo más allá de la realidad. Todos los horizontes se habían escondido.

“Madagascar” es una palabra que, más que un lejano y desconocido país, se erige en el mayor símbolo de una demanda urgentísima de ayuda. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que unas ideas y unos proyectos -los asumidos por la inmensa mayoría de los cubanos- hubiesen llegado repentinamente a un inexplicable vacío? ¿Cómo casi nadie en el mundo corría a ayudar a aquellas personas embelesadas por una historia que creían la más justa, la más hermosa, la más natural? Esto sería otro enigma aún por conocer. Como si nadie se percatara todavía que todo no es tan hermoso. Mientras que existan los que, como una mueca de una aristocracia decimonónica, repiten desde sus eufóricas libertades: “aliento, cubanos, porque vosotros sois la dignidad”, y disfruten conduciendo sus coches por las avenidas casi desiertas de Cuba gracias a que el pueblo, muy extenuado, camina o va en bicicleta, existirán y se reproducirán aceleradamente aquellos que, aún pasivamente, ya están preparando el fin de la concordia y de los ideales compartidos. Al percatarse de esta realidad, muchos cubanos encarnaron esa palabra, Madagascar, que más bien constituye el viaje a ninguna parte, al mundo inexistente que le había tendido una trampa ilusionista con las ideas de una redención universal.

Había que buscar otro sitio si los líderes que amaban carecían de la brújula necesaria. Ese lugar sólo podía estar en la imaginación, y ahí, en el “Madagascar” de una desconocida solución se instaló una buena parte del pueblo. Era una forma de lucha, de esperanza y de compasivo discurso contra sus propios dirigentes e ideales.

Tiempos muy tristes donde la inmensa mayoría de los cubanos demostró un aprendizaje de paciencia más alto que los picos de los Himalayas. Parecía que recordaban con máxima claridad el final del famoso cuadro XIV de la pieza teatral Galileo Galilei, de Bertolt Brecht, donde el alumno le espeta al maestro: “Desgraciado el país que no tiene héroes”, a lo que el sabio le responde: “No, desgraciado el país que necesita héroes”. El pueblo cubano no se rebeló contra su gobierno, como tampoco lo hace ahora, porque sabe muy bien las características de la sabiduría. Mientras la izquierda mundial, y la nativa, no asuman el cansancio de caminar o pedalear, como el pueblo, su reino se dirige a su propia destrucción sin necesidad de un heroísmo popular. Desde luego que será muy triste ver esa tragedia, pero tal visión se está erigiendo como la única posibilidad de que los propios pueblos no sean los que se destruyan. La señal de alerta está en pie, peleando con la vida. Esto podría ser una de las mayores enseñanzas del proceso revolucionario cubano. Así también su auténtica capacidad para sortear las pésimas predicciones que lo amenazan. Y estas sí constituyen un fulminante disparo al corazón. Nadie está exento del más riguroso cuestionamiento, desde el grande, mediano o pequeño dirigente hasta el más humilde de los seres humanos.

Mientras no llega el derrumbe, se sobrelleva la tormenta. Es ciencia vulgar. El tiempo es muy torpe para ofrecer alguna respuesta. Se lucha y se espera. Así fue la vida, la más angustiosa y escalofriante vida en aquellos turbulentos años 90. La pesadilla había tocado a las puertas de toda la isla y sus habitantes, lejos de sentir la poderosa luz tropical, se convirtieron en absurdos protagonistas de un abismo que, por primera vez en la historia revolucionaria, se abría paso por las calles de las ciudades y por los senderos del monte, entraba a las casas e iba trastornando el alma de las personas. La película es un fiel reflejo de esta desesperada paciencia que creó el más exquisito lenguaje de la supervivencia.

Tanto los dos personajes principales del film, como el resto de los que intervienen en la trama, podrían ubicarse en diversos espacios de resistencia a la tortura física y psíquica en que se ven envueltos.

Los espacios del vacío se abren en la consulta psiquiátrica con que comienza y termina la película. Y se extienden. Están en las 24 horas del día, en el no poder dormir, en la unión entre el sueño y la realidad, en el trabajo, en el estudio, en el camino detrás del tren, en el homenaje universitario, en los quehaceres maniáticos de los profesores, en las bicicletas, en la búsqueda de uno mismo en la concentración popular, en la fotografía sin rostro, en el túnel, en el cansancio, en el descanso, en el silencio con que se observan los barcos que no tienen destino.

Los espacios del intento redentor o la célebre resistencia ignota aparecen sobre todo en el amor con que la madre defiende a su hija sólo por ser su hija. Y surgen a borbotones en las continuas mudanzas de la familia, en las sucesivas transformaciones de la joven Laura, que se entretejen entre la música de rock, la fe religiosa, la solidaridad incuestionable y el lirismo más suicida. Intentos. Ninguno se afincará en la realidad, aunque entre ellos la están sosteniendo. Todos participan de la expectación del no saber qué hacer; o cuando más –porque todo es posible-, por amor, siempre el amor, se renuncia a todo lo soñado y una de las más talentosas profesoras se marcha al campo a ordeñar cabras.

Los espacios anodinos, mecánicos, robotizados, sin ningún camino de fe, pero suficientes para saltar la asfixiante cotidianidad, se mueven entre los comecoles, los ratones, el juego de monopolio, la pintura de un lienzo, el grito ahogado y ciego de muchas personas, subidas a lo más alto de la ciudad, pronunciando suavemente la terrible palabra con los brazos abiertos. Nadie acudirá para ayudar. No existe el abrazo mundial. No está hecho todavía.

Los espacios que, aún amenazando, no cuentan para no avivar la desesperación, porque están restringidos a los instantes de miedo, están en la comida quemada, en la postal de París, en el policía demandándole a la madre que cuide a su hija, en la lluvia, en ese quiéreme mucho final y el tren viajando a quién sabe dónde.

Y queda, entre muchos otros, el espacio intrascendente de la muerte que no sucede. Ese trágico pensamiento de que todo salte por el aire a través de una bomba que no encuentra explicación para contenerlo a uno mismo.

Todos los espacios, en su fértil combinación, poseen una validez extraordinaria. ¡Qué pueblo tan grande habita esa pequeña isla! No es un rebaño de corderos ni un montón de cobardes. Por la propia Revolución, que abrió para todos la mayor cantidad de conocimientos vitales que algún gobierno ha abierto en otro país, pudiera Cuba formar la gran esperanza para la salvación de la especie humana. Y esto constituye también un secreto, tal vez el más considerable.

La resistencia del pueblo cubano desborda la historia numantina o el sitio de Leningrado. No es casi nada en sí misma. El aguante de África sí es verdaderamente espeluznante. La resistencia de la isla se encierra en los sueños que se hicieron posibles, en la intensidad de la vida que pudo plantearse, en la profundidad que sus ojos adivinaron. Su enigma está, entonces, en las múltiples resistencias que se derivan de su singular trayectoria.

La película es una ficción. Bien podría ser un documental. Da igual. El Arte dejó de ser una interpretación individual para convertirse, como todo realismo con ímpetu revolucionario, en la fiel captación del espíritu de un pueblo en una situación muy bien determinada en el subconsciente colectivo. El gran Arte de metaforizar el paso del tiempo y de ofrecer momentos de atención a las vanguardias.

Los cubanos, más tozudos que el mismo diablo, poseen la gracia, el perfume y hasta el ritmo del por qué puede resistirse una embestida de la realidad, tanto los que están a favor de la Revolución como los que están en contra. Todos se han humedecido por el escandaloso rocío de la fraternidad. Todavía sorprende cómo fue posible que la gente continuara acudiendo a trabajar, en agotadores desplazamientos hacia sus centros de labor, que algo hiciera en ellos, que luego volviera a sus viviendas donde seguramente no tendría agua para el aseo y la comida sería tan mínima que apenas la sentiría. Es probable que el pensamiento del Ché, en su magistral carta “El Socialismo y el hombre en Cuba”, nos aproxime a alguna certeza: “El esqueleto de nuestra libertad completa está formado, falta la sustancia proteica y el ropaje; los crearemos.” Aquí se abre otro misterio: ¿podrán crearlos fuera de los sepulcros?

Si ahora Cuba puede parecer un mayor enigma en la más disparatada algarabía, es el resultado de la influencia decisiva de aquellos años que se vivieron como un violín desafinado, tal como se siente a sí misma una de las protagonistas del film. ¿Cuál es la medida o la calidad de la resistencia que puede darnos alguna respuesta sobre la efectividad de la Revolución? ¿Está bien compuesta la orquesta? ¿Cuántos están tocando unos instrumentos que no pertenecen a esta partitura? Todo tiene un clamor extraño, complejo y de difícil definición. Tenemos muy bien protegidas las historias que constituyeron el milagro vivido antes de esta infernal crisis. Aquello tan simple como ir a la escuela, a un hospital, a un teatro, a un puesto de trabajo seguro, a una sencillez material decorosa y digna para poder ser solidario con otros pueblos, a obtener una licenciatura universitaria, a reír, a pensar en criticarlo todo y seguir adelante con la fiesta de la vida. Todo eso, llamado por muchos la Revolución o la modernidad general, llegó a Cuba y no a Latinoamérica, que permaneció con el silencio del indio, del negro, del criollo pobre que se debatían ante la soberbia de unos pocos nativos y extranjeros que los exprimían. Es indudable que la isla fue pionera en gritar colectivamente y avanzar hacia otro mundo muy diferente al que vivía el continente. Pero, ¿dónde está ahora ese lugar que se nos tuerce hacia el porvenir? ¿Acaso también Cuba, después de tantas luchas y dignidades, habrá de regresar al desastre cotidiano de los siglos latinoamericanos?

“Nunca seremos felices”, dijo el Libertador, Simón Bolívar, poco antes de morir. Toda la América Latina intenta conjurar esa desdicha y hoy empieza a mostrarse con un nuevo rostro muy distinto al de hace cinco décadas, cuando uncida al carro imperial se separó de Cuba. Ahora, en vez de hacerse más rica y europea o norteamericana, se ha hecho más pobre y más autóctona. Está abriendo su inmenso tesoro: puede combatir unida por la sustancia proteica de que habló el Ché. Ya son varios los países con posiciones bien radicales frente al antiguo coloso imperialista que, viendo agonizar su sistema e incapaz de sostener tantos frentes de ignominia, se ha visto obligado a cambiar su imagen y hablar de otra manera, pero no nos engañemos, es el mismo, sólo que, dada la magnitud con que la crisis actual podría echar por tierra todo el sistema, él mismo se está moviendo por diferentes posiciones de salvación. Resulta imprevisible saber cuáles intereses saldrán adelante. Ahora está probando el camino del buen hombre que seduce a las multitudes. Pudiera América Latina aprovechar la ocasión para alcanzar su definitiva independencia. Todo dependerá de esa descomunal potencia que aún tiene el sistema capitalista y la verdadera educación para la vida que puedan forjarse los latinoamericanos y el mundo en general.

En Cuba hay una memoria imprescindible para ella y para los demás. Si ésta es destruida, como una nueva versión de la geopolítica, sucederá lo que le ocurrió a algunos países europeos, sobre todo a Italia y a Grecia, al terminar la Segunda Guerra Mundial. Unos pueblos se situarán en la órbita de la regeneración y otros tendrán que conformarse con lo estipulado por el bien de la civilización, si es que no se produce un choque de barbaries según lo estudiado por el libanés Gilbert Achcar. Porque ya no estamos en 1945. Ahora los griegos y los romanos son los haitianos.

Si el sistema capitalista logra superar su actual crisis, es claro que tendremos que esperar otra época en que los trabajadores, por puro instinto de conservar sus puestos de trabajo, no tengan que defender a las multinacionales. Y lo mismo mientras no sea entendido la vacuidad consumista y la banalización del saber que azotan al espíritu de las personas. Entonces, aquel milagro al que Cuba se acercó con sus ciudadanos, haciéndolos buenos profesionales y firmes defensores de su dignidad al tiempo en que los libraba de un destino de parias inservibles, será postergado por otro número de años o de siglos. La situación mundial que estamos viviendo puede ser testigo de la continuidad depredadora del sistema o igual de su desaparición y un nuevo emprendimiento de los sueños.

Los vientos están ensortijados. Igual van de un lado que de otro. No es una casualidad que al final de la V Cumbre de las Américas, celebrada recientemente en Puerto España, el presidente venezolano, Hugo Chávez, le regalara a su homólogo norteamericano el libro de Eduardo Galeano “Las venas abiertas de América Latina”. Puede el enviado del gran capital guardar el texto en cualquier estantería irreconocible. Pero dice gustarle leer, aunque no conoce el idioma español. Dice también que no quiere hablar sobre el pasado, sino que prefiere pensar en el futuro. Perfecto, si entiende que al porvenir sólo se llega revisitando en el presente las huellas del pasado. Y si lo entiende, esperemos que no ocurra un magnicidio, aunque parece bastante evidente que la misión que tiene encomendada es retornar a su rebaño a los países latinoamericanos y preparar la definitiva desaparición de Cuba. No puede verse de otra manera esa actitud formalmente conciliadora que, agazapándose en la gran necesidad de esperanza que tenemos todos, busca la ayuda “pública” para que América Latina fuerce el fin de las posiciones cubanas. Incluso ya desde su trono de poder algunos de sus colaboradores están dando a la opinión internacional la noticia de la pronta caída de la isla. Se preparan para ello e intentan que los demás hagan lo mismo: que se cumpla el pronóstico sin que se desarrolle la enfermedad que han inoculado en Cuba. El colmo de la insolencia y el desprecio de la Doctrina Monroe del siglo XIX. Apenas han cambiado. Ya veremos si los pueblos, incluido el cubano, también se preparan y luchan para el gran triunfo sobre el gigante malherido.

No obstante la profunda convicción del engaño con que el gobierno norteamericano ha hecho ver que, a partir del levantamiento de unas mínimas medidas contra Cuba, es la isla quien debe cambiar, preferimos seguir insistiendo que, como todos los que se acercan al proyecto de la Agenda Latinoamericana lo hacen por tener esperanza y para trasmitirla a los demás, las palabras de la paz y la concordia deben ser las que nos dominen, aún dentro de la inexplicable pesadilla que vemos en la película “Madagascar” y en la vergonzante máscara escogida por el imperio. Es que hemos sido tan inocentes con la creación de otra humanidad que ahora, cuando alguien de nuestro color, con un discurso hermosísimo, es colocado al frente de la Gran Potencia, llegamos a pensar que todo está solucionado y que sólo hay que cuidar a este hombre. Ni nos pasa por la cabeza que el capitalismo es capaz hasta de darnos la razón con tal de que sigamos creyéndole. No imaginamos que detrás de tan buenas intenciones puede estar escondido el mismo animal que siempre nos ha chupado nuestra sangre generosa. Por ello seguimos con las venas abiertas.

Claro que Cuba debe cambiar si no quiere desaparecer. Igual que el resto de los países latinoamericanos. Pero es el Mundo Todo el que debe cambiar, porque es él principalmente el más amenazado con su desaparición. Sólo mediante el convencimiento y el respeto de unos hacia otros podrá efectuarse un cambio verdadero. Preciosas palabras. Pero si no luchamos con inteligencia y sin ingenuidades, olvidémonos de la victoria. De ahí que terminemos con una reafirmación en la creencia de que ya arribamos al tiempo en que todos obligatoriamente tenemos que salvarnos. Claro, si aceptamos “Los Estatutos del hombre”, escritos por el poeta brasileño Thiago de Mello y que en su Artículo I nos dice:

“Queda decretado que ahora vale la verdad,
que ahora vale la vida
y que, tomados de las manos,
trabajaremos todos por la vida verdadera.

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